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INMERSIÓN
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P R O F E TA S
1:19–2:8
de las cuatro ruedas eran altos y aterradores, y estaban cubiertos de ojos
alrededor.
Cuando los seres vivientes se movían, las ruedas se movían con ellos.
Cuando volaban hacia arriba, las ruedas también subían. El espíritu de los
seres vivientes estaba en las ruedas. Así que a donde fuera el espíritu, iban
también las ruedas y los seres vivientes. Cuando los seres se movían, las
ruedas se movían. Cuando los seres se detenían, las ruedas se detenían.
Cuando los seres volaban hacia arriba, las ruedas se elevaban, porque el
espíritu de los seres vivientes estaba en las ruedas.
Por encima de ellos se extendía una superficie semejante al cielo, reluciente como el cristal. Por debajo de esa superficie, dos alas de cada ser
viviente se extendían para tocar las alas de los otros, y cada uno tenía otras
dos alas que le cubrían el cuerpo. Cuando volaban, el ruido de las alas me
sonaba como olas que rompen contra la costa o la voz del Todopoderoso
o los gritos de un potente ejército. Cuando se detuvieron, bajaron las alas.
Mientras permanecían de pie con las alas bajas, se oyó una voz más allá de
la superficie de cristal que estaba encima de ellos.
Sobre esta superficie había algo semejante a un trono hecho de lapislázuli. En ese trono, en lo más alto, había una figura con apariencia de hombre. De lo que parecía ser su cintura para arriba, tenía aspecto de ámbar
reluciente, titilante como el fuego; y de la cintura para abajo, parecía una
llama encendida resplandeciente. Lo rodeaba un halo luminoso, como el
arco iris que brilla entre las nubes en un día de lluvia. Así se me presentó
la gloria del Señor. Cuando la vi, caí con rostro en tierra, y oí la voz de
alguien que me hablaba.
«Levántate, hijo de hombre —dijo la voz—, quiero hablarte». El Espíritu
entró en mí mientras me hablaba y me puso de pie. Entonces escuché
atentamente sus palabras. «Hijo de hombre —me dijo—, te envío a la
nación de Israel, un pueblo desobediente que se ha rebelado contra mí.
Ellos y sus antepasados se han puesto en mi contra hasta el día de hoy.
Son un pueblo terco y duro de corazón. Ahora te envío a decirles: “¡Esto
dice el Señor Soberano!”. Ya sea que te escuchen o se nieguen a escuchar
—pues recuerda que son rebeldes—, al menos sabrán que han tenido un
profeta entre ellos.
»Hijo de hombre, no tengas miedo ni de ellos ni de sus palabras. No
temas, aunque sus amenazas te rodeen como ortigas, zarzas y escorpiones
venenosos. No te desanimes por sus ceños fruncidos, por muy rebeldes
que ellos sean. Debes darles mis mensajes, te escuchen o no. Sin embargo,
no te escucharán, ¡porque son totalmente rebeldes! Hijo de hombre,
presta atención a lo que te digo. No seas rebelde como ellos. Abre la boca
y come lo que te doy».