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Job
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—Muy bien, haz con él lo que quieras —dijo el Señor a Satanás—,
pero no le quites la vida.
Entonces Satanás salió de la presencia del Señor e hirió a Job con terribles llagas en la piel, desde la cabeza hasta los pies.
Job, sentado entre cenizas, se rascaba con un trozo de teja. Su esposa
le dijo: «¿Todavía intentas conservar tu integridad? Maldice a Dios y
muérete».
Sin embargo, Job contestó: «Hablas como una mujer necia. ¿Aceptaremos solo las cosas buenas que vienen de la mano de Dios y nunca lo
malo?». A pesar de todo, Job no dijo nada incorrecto.
Cuando tres de los amigos de Job se enteraron de la tragedia que había
sufrido, viajaron juntos desde sus respectivos hogares para consolarlo y
confortarlo. Sus nombres eran Elifaz, el temanita; Bildad, el suhita y Zofar,
el naamatita. Cuando vieron a Job de lejos, apenas lo reconocieron. Con
fuertes lamentos, rasgaron sus vestidos y echaron polvo al aire sobre sus
cabezas en señal de dolor. Entonces, durante siete días y siete noches, se
sentaron en el suelo junto a Job, y ninguno le decía nada porque veían que
su sufrimiento era demasiado grande para expresarlo con palabras.
Por fin habló Job y maldijo el día de su nacimiento. Dijo:
«Que sea borrado el día en que nací,
y la noche en que fui concebido.
Que ese día se convierta en oscuridad;
que se pierda aun para Dios en las alturas,
y que ninguna luz brille en él.
Que la oscuridad y la penumbra absoluta reclamen ese día para sí;
que una nube negra lo ensombrezca
y la oscuridad lo llene de terror.
Que esa noche sea borrada del calendario
y que nunca más se cuente entre los días del año
ni aparezca entre los meses.
Que esa noche sea estéril,
que no tenga ninguna alegría.
Que maldigan ese día los expertos en maldiciones,
los que, con una maldición, podrían despertar al Leviatán.
Que las estrellas de la mañana de ese día permanezcan en oscuridad;
que en vano espere la luz
y que nunca llegue a ver la aurora.